En un momento en que el rock enfrentaba transformaciones profundas y la música pop comenzaba a dominar las listas, David Bowie hizo algo que pocos esperaban: nos invitó a bailar. Literalmente.

Con un estilo renovado, trajes color pastel y una producción pulida al extremo, Bowie presentó al mundo “Let’s Dance”, una canción que redefinió no solo su carrera, sino también el panorama musical de los años 80. Lejos de su estética glam o sus exploraciones berlinesas, este nuevo Bowie se mostraba directo, rítmico y listo para conquistar nuevos territorios.

El encargado de guiar esta metamorfosis fue Nile Rodgers, leyenda del funk y cerebro detrás de Chic. Bowie lo eligió para romper moldes y construir algo inesperado. “Let’s Dance” nació de ese cruce entre el instinto rockero y la elegancia del groove. El resultado: un himno atemporal que fusiona riffs funk, letras sugerentes y una energía explosiva.

Pero lo que muchos no saben es que la guitarra principal —esa que se siente cruda, eléctrica, con alma de blues— fue grabada por un joven Stevie Ray Vaughan, antes de alcanzar la fama. Fue una elección arriesgada, pero Bowie lo vio claro: quería un sonido fresco, sin filtros de estudio. Y lo consiguió.

El videoclip también rompió esquemas. Grabado en Australia y cargado de simbolismo, mostraba a una pareja indígena marginada en un mundo moderno. Fue una crítica visual al colonialismo y a la desigualdad social, envuelta en un ritmo que nadie podía dejar de bailar.

“Let’s Dance” no fue solo un éxito comercial —aunque sí lo fue, y rotundo—, sino una declaración artística. Bowie había cambiado de piel una vez más, demostrando que no hay reglas cuando se trata de evolucionar.

Bowie no solo quería que bailáramos. Quería que pensáramos, que sintiéramos, que miráramos el mundo mientras nos movíamos al ritmo de algo nuevo.

Y eso es lo que logró con esta canción: convertir la pista de baile en un espacio de transformación.